Los conflictos –ideológicos, religiosos, nacionales,…- acaban muchas veces por convertirse en absurdos delirios de violencia en un intercambio continuo entre víctimas y verdugos de sus roles hasta llegar a una mortal simbiosis. Ese viaje de ida al odio y de vuelta al difícil intento de la empatía con el opuesto y la reconciliación con el vecino, es el que propone Claudio Tolcachir en un texto tan brutal como cruda su puesta en escena e interpretación.
Basta mover un pequeño elemento como una mesa sobre un escenario para entender lo que puede significar el cambio de lugar o la desaparición de una pieza cotidiana en nuestras vidas. Como ese momento en que de manera imprevista un puñado de balas acabaron con la persona que estaba sentada a tu lado en un azar que hizo que la asesinada fuera tu amiga en lugar de serlo tú. Una lotería en la que el elegido para disparar resultó ser aquel al que el dogmatismo y la manipulación le convencieron de que tanto él como su pueblo eran la verdadera víctima y de que apretando el gatillo tenía una posibilidad de resarcir a los suyos, de vencer y de glorificarse. Nadie le advirtió de que en el mundo real acabaría, probablemente de por vida, en prisión, donde décadas después recibiría la visita de aquella a quien truncó su biografía para preguntarle por qué.
Un lugar en el que suceden realidades como esta es Israel. Una tierra de fuego en la que judíos y palestinos conviven, se dan la espalda, desean confraternizar y se odian. Como ese territorio al sur de Argentina en el que el Océano Pacífico y el Atlántico se juntan, se tocan y se entremezclan hasta quedar unidos, sin saber cuál entra más en el terreno del otro y dónde se acaba esa unión para volver a ser uno solo, único, al lado, pero lejos del otro. Un país y una metáfora que quedan concentrados en su esencia en esta ficción con muchos elementos de realidad, en una recreación que tiene incluso más fuerza una vez acabada que durante su representación.
La puesta en escena que Mario Diament ha realizado de lo escrito por Claudio Tocalchir consigue el objetivo para el que parece estar pensada, llegar muy dentro de sus espectadores y fijar dentro de ellos la semilla y la conciencia de la esperanza y la destrucción. Ambas a la par. Viendo y escuchando lo que sucede sobre el escenario, ¿con qué nos quedamos? ¿Con la víscera de la venganza? ¿Con la redención del que reconoce que hizo mal? ¿Justificamos al herido? ¿Le encontramos explicación lógica al que es tan verdugo como víctima? ¿Nos quedamos únicamente con ellos? ¿Abrimos los ojos y atendemos al extenso territorio de violencia física y psicológica en el que habitan?
Apenas un muro, unas luces, unas sillas y un grupo de actores siempre presentes, sintetizan sin matiz condescendiente alguno este mundo de causa y efecto, origen y consecuencia con un mar de fondo de política, religión, mitología e historia en el que parece imposible tener nada en claro. Nunca hablarán más de dos, siempre con una sobriedad que resulta intencionadamente angustiosa, sin gritos expresivos ni lágrimas liberadoras, apenas algunos momentos de canción árabe y de percusión acústica. Que el espectador se lleve con él la ansiedad, la duda, el vacío y la incertidumbre de una madre a la que arrebataron a su hija, de un padre que quizás fue asesino antes que afectado, de un marido que no comprende a su mujer, de una víctima a la que sus preguntas le alejan de su presente, de un prisionero en paz consigo mismo.
Tierra del fuego nos hace abrir los ojos para que reconozcamos que una de las medicinas que necesitamos para que sanen las profundas heridas por las que llevamos sangrando tanto tiempo, está en manos de aquel que las provocó. Somos una pequeña sociedad de almas agrietadas que solo quieren dejar de sufrir y, nos guste o no, no hay otra posibilidad de hacerlo que reconociéndonos el daño que nos hemos causado los unos a los otros.
Tierra del Fuego, en las Naves del Teatro Español (Madrid).
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