“Furias divinas” de Eduardo Mendicutti

Tras una aparente caricatura, un homenaje a todos esas personas convertidas en personajes que durante mucho tiempo fueron la única cara visible del colectivo LGTBI. Una sucesión de soliloquios ágiles y divertidos marca Mendicutti salpicados de sarcasmo político y social, pero excesivos en su extensión, lo que hace que, más que un instrumento narrativo, acaben siendo un ejercicio de habilidad lingüística.

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Leer Furias divinas es como estar en un espectáculo nocturno, similar al de muchos locales anunciados por neones de colores chillones, escuchando los veloces monólogos y las disparatadas interjecciones a la audiencia de los transformistas, travestis, transexuales y drags que pasan por sus escenarios. Torrentes de palabras, recurrentes en sus provocaciones, pero bajo los que se encuentra un muy creativo e ingenioso uso del lenguaje. A la manera de un trabalenguas, pronunciando a la velocidad del rayo y vocalizando perfectamente, haciendo del discurso verbal una combinación de narración, expresión personal, análisis periodístico y ejercicio de costumbrismo sin fisura alguna. No hace falta que Mendicutti haga acto de presencia como narrador, ellas solas, que también son ellos, sus personajes, nos lo cuentan sin dejarse en el tintero ni un solo detalle.

Perfiles categorizados, simplificados y despreciados por muchos, pero que albergan dentro de sí una espontaneidad sin prejuicios al servicio de una clara ambición, conseguir llegar hasta el corazón de quien les escuche, sea un interlocutor individual, sea una audiencia colectiva. Camino indirecto para, sin duda alguna, llegar al suyo propio, herido, dolido y vilipendiado por una sociedad -la masa indefinida- y unos vecinos – personas con nombres y apellidos, de carne y hueso- que les utilizan para ocultar sus penas riéndose de ellos y que no solo no les reconocen su autenticidad artística, sino que les niega su emocionalidad y dignidad personal. Frente a unos y otros, la Furiosa, la Canelita, la Pandereta, y demás amigas se muestran unidas, dentro de la jaula que son todas ellas juntas, para demostrarles que contra natura es quien lanza semejante acusación, y que quien ha de avergonzarse es aquel que vive de los frutos del activismo LGTBI sin apoyarlo ni reconocer su legado.

Por el camino se reparte crítica a partes iguales a todas las tendencias políticas. Del desvarío a la izquierda entre socialistas, comunistas y aprovechados podemitas con eslóganes populistas, a la doble cara de los conservadores (legionario de un lado y folklórica del otro), pasando por las opciones magenta que se esfumaron cual bluf por el camino. No se libran tampoco las viejas costumbres de rancio abolengo, más desnudas que nunca en el mundo actual, en el que la información es accesible a cualquiera y su continuo ejercicio de imagen se revela más vacío y ejercicio de postureo artrítico que nunca.

Ahora bien, una vez inmersos en este huracán, al otro lado de las páginas no sabemos si estamos ante un estrépito de imágenes -reales, sugeridas e imaginadas- combinadas, complementadas y suplementadas entre sí de manera alegre, o ante el libre discurrir de una verborrea cuyo objetivo final no va más allá de formar un batiburrillo sugestivamente envolvente. Quizás sean las dos, pero el resultado es que no se llega ni a un estado ni al otro, quedándonos lejos del recuerdo de otros títulos de Eduardo como Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy o El palomo cojo.

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