La primera novela de Paul Bowles (1949) tiene mucho de lo que le atrajo del norte de África, donde haría de la ciudad de Tánger el centro de su vida. La conoció por primera vez en 1931, allí fijó su residencia en 1947 y en ella fallecería en 1999. “El cielo protector” es un perfecto compendio de las sensaciones que a un viajero empático y dispuesto a fusionarse con el lugar que visita, a dejar de lado su hasta entonces bagaje cultural y personal, puede provocarle adentrarse en el amplio territorio del desierto del Sáhara.
El neoyorkino deja a un lado los tópicos, lo suyo no es describir paisajes, escenarios, tipos y costumbres locales a modo de un cronista periodístico. No solo desplaza a su matrimonio protagonista, Port y Kit, y a su amigo acompañante, Tunner, a través del Sáhara, sino que es capaz de hacerlo también en un mapa paralelo marcado a fuego en la profundidad de cada ser humano y cuyas coordenadas son el corazón, la cabeza y el estómago. Es entre estos tres puntos donde surgen y se viven las emociones, en esa línea tan corta y a veces tan distante que une tanto en su relato como en la vida real, unas veces sí y otras no, la visceralidad con la racionalidad pasando por el equilibrio. Su escritura relata varios viajes a la par, uno en grupo, y otros tantos individuales como personajes principales. Esas rutas son las que les individualizan y les unen, procesos catárticos de estos tres americanos cuya motivación no solo ante la experiencia saharaui, sino también hacia la vida, no sabemos si es de esnobismo, deseo de vivenciar o interés intelectual.
La narración de Paul Bowles es pura evocación, leer bajo él es sentir la luz del amanecer que da tridimensionalidad al paisaje en el amanecer, notarse abrasado por el aire del mediodía, palparse la camisa empapada en sudor o sentir la arena del desierto escurrirse entre los dedos. Lo meteorológico y su influencia física alegorizan con gran belleza y lirismo los sentimientos encontrados, intuiciones, anhelos y búsquedas de sentido de personas que hacen al lector recorrer con ellos kilómetros bajo la luz de un sol cegador y la claridad de estrellas brillantes, en un entorno pesado cuando el aire abrasa y casi cruel cuando congela en su versión nocturna.
La atmósfera se hace más densa y brutal si cabe a medida que avanzan las páginas, los kilómetros entre referentes cultural ajenos al occidental dejan de tener rumbo, los días horarios, los diálogos se hacen monólogos ante la imposibilidad de comunicarse tanto con el que habla otro idioma como con el que no se consigue entenderse, y las reflexiones agnósticas introspecciones espirituales. Entonces lo que era un viaje trazable se convierte en una deriva sin coordenadas geográficas, pero que se hace más profundamente humano, deja de existir lo material y se pasa esa línea invisible que da paso a lo espiritual.
Se puede adivinar un paralelismo entre este novelar y la vida de su autor en coordenadas marroquíes, pero más que una experiencia autobiográfica, Paul Bowles nos ofrece con “El cielo protector” una posible guía de cómo trascendernos –tanto en el contacto horizontal con el otro como en la profundización vertical en uno mismo- y llegar así a cotas de la vida y de nosotros mismos en las que alcanzar dimensiones personales hasta ahora desconocidas e inconcebibles.
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